martes, 31 de agosto de 2010

La lección de Hays

Gerardo Segura

William Hays era senador republicano que mostraba repulsión por las escenas cinematográficas de sexo. Su aberración lo llevó extremos virulentos de crítica en contra de las películas, al grado que, cuando fue presidente de la asociación de productores y distribuidores de películas en Estados Unidos, impulsó un código de censura que describía lo que debería ser moralmente aceptable por la sociedad americana. Este código lo aplicó de modo tan riguroso que la historia lo registra como el Código Hays.
Entre otras prohibiciones el listín desconocía, rechazaba o atacaba las relaciones interraciales, el incesto o la homosexualidad, mediante preceptos como: “El carácter sagrado de la institución del matrimonio y del hogar será mantenido”, “Los films no dejarán suponer que formas groseras de relación sexual son cosa frecuente o reconocida”, “…No se mostrarán besos ni abrazos de una lascivia excesiva, de poses o gestos sugestivos”, y por ahí sigue con restricciones más o menos semejantes. Pero hay una de singular elocuencia: “Las exhibiciones del cuerpo están prohibidas. El ombligo también”.
Sin embargo, y a pesar de su defensa pública del matrimonio y la familia, el senador recibió demanda de divorcio, y su esposa, entre otras razones argumentó que “…su marido siempre había confundido ombligo y sexo femenino”. A la muerte de Hays en 1954, se hizo pública su vasta colección secreta de fotografías de ombligos.
Dime qué te escandaliza y te diré qué deliras.
Quienes se oponen a la adopción de menores por parte de matrimonios homosexuales emplean como argumento que las adopciones sólo deben permitirse a matrimonios heterosexuales. Como si las parejas heteros y la familia tradicional fuese garantía de estabilidad mental y emocional.
Quién de entre ustedes, estimados e hipotéticos lectores, es cabeza o forma parte de una familia estable; quién conoce a alguna familia heterosexual emocionalmente sana. Por el contrario, elija el lector a diez personas que le rodeen, con quienes lleve relación estrecha y frecuente, y pregúntese. ¿Cuántos de ellos son divorciados, madres solteras, golpeadas por sus parejas, padres de adictos, alcohólicos, farmacodependientes, codependientes, etc.?, ¿cuántos son adúlteros permanentes, padres con o de hijos fuera del matrimonio, concubina, la querida o neuróticos? Seguro que la respuesta es superior al 50% de su lista. Porque hasta hace pocos años el matrimonio era el excelso detergente para manchas de honor. Y si primero uno se comía la torta antes de tiempo, el casamiento le ayudaba a eructarla. Aunque después viviera el resto de su vida con chorrillo.
Lejos de asustarnos o escandalizarnos, esta radiografía sólo nos acerca a la cotidianidad nacional contemporánea. Esta es la sociedad en la que vivimos, la que habitamos con nuestros seres queridos, con quienes convivimos, de los que formamos parte, y de la que hoy no hay salida. Esta es la realidad, muy lejana a la que nos quiere vender la Iglesia, una realidad ficticia de estabilidad, moralidad y decencia, como si no fuese la Iglesia la gran cobija de las desviaciones sexuales. Con honrosísimas excepciones.
Independientemente de si las parejas homosexuales poseen o no el derecho a la adopción, el argumento esgrimido por los detractores de esta nueva tarea social, lejos de convencernos de darles la razón, los exhibe como sospechosamente decentes. De dónde, sino de las familias heterosexuales —o compuestas secretamente por uno de sus miembros homosexual, a lo Hays—, provienen nuestra sociedad en peligrosa descomposición, y cuyos malos olores son ya pestilencia cotidiana.
Si las parejas homosexuales desean adoptar, en un ejercicio de íntima honestidad y no de desafío legal o de revanchismo, tras haber admitido sus preferencias sexuales en público de la gente —acto valiente como el que más—, es seguro que los críos que críen serán criados en el amor.
chancla55@hotmail.com

lunes, 9 de agosto de 2010

Muertos incómodos

Gerardo Segura

“—¿Sabe usted cómo se cocinan los traidores? No se pudren de un día para otro. No se acuestan guerrilleros y se levantan agentes de Gobernación. Simplemente se debilitan. Se traicionan por cansancio, por aburrimiento, por inercia. Es como si el tejido del que están hechos los hombres, a fuerza de estirarse se fuera volviendo guango, flácido; y en los intersticios de los músculos se fueran depositando pequeños pedazos de mierda, viejos temores. Y todo ello necesita de una permanente auto justificación, de un montoncito creciente y denso de autoengaño y explicaciones” (p. 97). Con estas palabras explica El Chino a Héctor Belascoarán Shayne, detective independiente, por qué un tal Morales se cambió de bando, traicionó a los compas y delató a su ex esposa ante la policía política mexicana, que oficialmente no existe.
La más reciente aventura del legendario Héctor Belascoarán Shayne, detective independiente mexicano, corre al parejo con las peripecias indagatorias de Elías Contreras, efectivo del EZLN, único integrante de la Comisión de investigación, formada por el sup comandante insurgente Marcos, para investigar a un tal Morales.
Muertos incómodos (falta lo que falta) novela escrita a cuatro manos entre el Subcomandante Marcos y Paco Ignacio Taibo II y publicada por Joaquín Mortiz, sería una novela muy divertida si no fuera tan trágica.
Ambos investigadores deben encontrar al tal Morales, el malo de la novela, según una serie de mensajes que está enviando un ex combatiente del 68, asesinado 25 años atrás. Como chiste estaría resuave de no ser porque lo que dice en los mensajes es tan real como una catedral.
Pero por debajo de la investigación se van develando secretos y realizando descubrimientos acerca de la vida política mexicana actual, que dan asco. Y lo peor: todos ciertos.
Fox, Marthita La Impía; Zedillo, Nazar Haro, Julia Carabias, doña Rosario Ibarra, Calderón, Digna Ochoa y un sinfín de personajes más de la política nacional, desfilan por estas páginas, quedando tan mal parados como sabemos que están, o afianzándose en su fortaleza, como sabemos que están los que están. Y al final prevalece en el lector la certeza de que la tesis de la novela es cierta:
“Pero el Mal no es una entidad, un demonio perverso y maléfico que busca cuerpos qué poseer y, con ellos como instrumento, hacer maldades, crímenes, asesinatos, programas económicos, fraudes, campos de concentración, guerras santas, leyes, juzgados, hornos crematorios, canales de televisión. No, el Mal es una relación, es una posición frente al otro. Es también una elección. El Mal es elegir el Mal. Elegir ser el Malo frente al otro. Convertirse, por elección propia, en verdugo. Convertir al otro en víctima” (p. 53)
Justificarse por haber optado por servir al Mal —“…el Mal es el sistema y los Malos son quienes están al servicio del sistema”, se lee líneas arriba—, es la única y eterna tarea del Malo. Porque ser malo por decisión, a cambio de ejercer el poder —generalmente pírrico y pasajero como el inherente al de funciones públicas, sea del Estado o universitarios—; a cambio de un cargo de elección popular, o peor aún: para enriquecerse a costa de los subordinados, de los jodidos, de los de abajo, es la peor manera de negarse, de rechazar el trozo de Humanidad que les confirió el nacimiento.
Al leer Muertos incómodos uno llega a formularse la misma interrogante que se planteó Bukowsy “…todos esos hombres fueron niños una vez/ ¿qué les pasó?...” Y no hay más remedio que recordar el poema de Pacheco Antiguos compañeros se reúnen: “Ya somos todo aquello contra lo que luchamos a los veinte años”
chancla55@hotmail.com

lunes, 2 de agosto de 2010

Por qué Leo

GERARDO SEGURA



Sabe de una, cosas que ni una sabe que sabía
Joaquín Sabina

La respuesta es muy sencilla: para encontrarme. Leo para encontrar el libro-espejo que refleja mi vida. Del mismo que cada uno de nosotros que lee un libro lo lee para dar con ese espejo. Aun y que lo ignore.
Hasta hora nos han dicho –y nos lo hemos creído-, que al situarnos frente a un libro, somos nosotros quienes realizamos el acto de la lectura. Que al deslizar nuestros ojos por el papel decodificamos los signos lingüísticos impresos en las hojas, y de este modo adquirimos información. Esto es cierto en parte, porque la adquisición de la información, más que indiscriminada, es selectiva. Ciertamente entendemos y comprendemos los caracteres, pero no necesariamente lo que comprendemos en la lectura es revelador. Podemos entregarnos a la lectura horas enteras, muchos días seguidos, e incluso semanas, pero al llegar al punto final podemos descubrir con sorpresa o con desilusión, que estamos tan vacíos, o tan llenos, como al principio. ¿Por qué? Simplemente porque ninguno de los datos obtenidos tiene relación con nuestra vida. Es cierto que la novela o el poemario o el ensayo, nos pareció entretenido –y seguramente lo fue-, pero no significativo, porque sólo lo que atañe a nuestra vida, a nuestro discurso vital, a nuestra existencia, o como se desee llamarlo, es lo significativo.
No se piense, entonces, que nada más nuestra autobiografía estará llena de claves vitales para entendernos. No. Cualquier libro puede serlo. Y entre más serio sea el autor, mayor será la probabilidad de dar con libros-espejo. Pero para dar con él hay que leer, leer mucho, leer siempre y a todas horas, para encontrarlo. Y ni siquiera todo el libro necesita ser revelador, con frecuencia basta una frase para que desde adentro de nuestro más profundo inconciente salte una vocecita diciendo ¡Sí es cierto! Y la subrayemos, o la pasemos a nuestro diario o la copiemos para nuestro nick. (Por eso los jóvenes que leen tienen el libro de Sabines todo subrayado, porque Sabines les tira la neta condensada)
Y esa frase o el cúmulo de frases encontradas en un libro, son por demás elocuentes. Porque cada una de las palabras subrayadas o copiadas en el nick, descubren lo que llevamos dentro. De ahí que no somos nosotros los que leemos al libro. Es el libro el que nos lee a nosotros, y nos desnuda, y nos manifiesta de un modo íntimo, lo que llevamos dentro.
Retome por favor, el querido lector, un libro cuya lectura haya disfrutado, y (casi) en consecuencia haya subrayado o llenado de notas, y, con tantito valor el lector se reconocerá en ese autorretrato. Tal vez ese autorretrato sea, como el de Dorian Gray, un lienzo secreto o quizá una voz adolorida o una declaración impúdica y feliz pero hasta ahora desconocida. Lo cierto es que cada vez que subrayamos una idea o un párrafo; cada vez que elijamos obras del mismo autor o que regresemos a un libro, nos estaremos encontrando.
Para eso se lee. Para encontrarnos. La respuesta es sencillísima, ¿no es cierto?
Ya lo dijo André Guidé, francés que vivió a caballo entre los siglos XIX y XX: “Ante ciertos libros, uno se pregunta ¿quién los leerá? Y ante ciertas personas uno se pregunta ¿qué libros leerán? Y yo estoy seguro que al final libros y personas habrán de encontrarse”
chancla55@hotmail.com